17 de mayo de 1990


¿A ti no te había devorado un espejo? Si hace cinco años sabes que no tenemos compostura, ¿por qué insistes en  remover los pedazos? Me convenciste al fin: somos cristal molido. Pero, ¿sabes qué? A partir de ahora puedes cortarte tú solito con el polvo que queda.
Como lo lees: hoy decidí caer en la provocación. Hoy voy a darte gusto. Tal vez sea porque a mí me pintó escribirte, al fin, un jueves. Y yo los jueves estoy cansada: del despertador y la cafetera italiana y los sándwiches para el lunch; de la comida y el tráfico y las clases de ballet y todo eso que te parece tan deleznable. Ahí está: mi vida tal como tú la intuyes, para poder burlarte cada vez que crees que viene al caso. Porque mis jueves tienen otras cosas, que ya no vale la pena contarte. Sigue pensando que soy toda ojeras y listas de la compra, piénsalo mientras te anudas la corbata roja. Ya sé que te gusta. Ya entendí que te da fuerzas para arrastrarte a la oficina.
¿Necesitas más detalles para tu imagen de Emilia desplumada? Van de regalo, porque sé que te consuelan: me canso también de la telenovela de las cuatro, de no escribir nunca poesía, de recoger cabezas de Barbie y perseguir a Mariela por los pasillos para que se lave los dientes y se acueste.
Jueves o no, estoy demasiado harta de tus letras podridas como para hacer lo que exiges de mí: que me beba el último cuarto del whiskey y escriba con trazos tambaleantes que se me acabaron las venganzas, que no me resigno a existir sin que me muerdas las rodillas y que quiero que vengas a llevarme contigo al otro lado del espejo. No engañas a nadie, Santiago. Los dos sabemos que si escribiera algo así, buscarías algún sitio ridículo donde estrellar la frente y luego saldrías corriendo más lejos que la última vez. Si lo exiges es sólo porque sabes de sobra que no voy a hacerlo. Que no quiero hacerlo.
¿Te había dicho ya que mi niña se llama Mariela? ¿O seguimos jugando a los nombres prohibidos? No: me cansé de seguirte la corriente. Mariela, tengo una hija y se llama Mariela. Tengo una hija con otro. Tiene la nariz llena de pecas, igual que su papá, es casi tan cursi como la abuela Caro, se ríe igualito que mi hermano Jaime y por fin (sí: por fin) me colmó la paciencia que insinúes que esta vida, que la incluye, no es más que una venganza que no termino de propinarte. No te recordaba tan ingenuo… nunca he negado que tus acciones detonaran muchas de las mías, pero ni siquiera tú puedes ser tan ególatra como para imaginar que cada paso que di después, estuviera relacionado con tu cráneo partido.
¿Qué sabes tú de los temblores que provoco o dejo de provocar? ¿Qué sabes tú de los sitios donde entierro las uñas? Qué cosa curiosísima es el ego: quién te viera recurrir a la fácil sentencia de que nadie me lo va a hacer como tú. ¿No es eso de lo que estás tan seguro? Muy masculino de tu parte. Bravo, bravísimo. Quédate con tus certezas: esas también te las regalo. Ya sé que te ayudan.
¿Qué importa ya lo que pienses? ¿Qué importa lo que piense yo? Si de todas formas, para ti no queda nada. Si media Emilia está bajo tierra y al Narciso de cuarta que se desgañitaba imitando a Dylan se lo tragó su reflejo en un cuartucho del centro. Por lo menos a mí me queda una mitad.
El día de tu gracia, cuando me vio con la camisa que tan bien recuerdas manchada de sangre, Luis me aseguró que seríamos tan irresponsables el uno con el otro como lo habíamos sido con él. Era mentira que llevara dos días en la cantina, ¿lo sabías? Eso seguro se lo inventó el bestia de la barra para hacerte sentir importante y garantizar las propinas inverosímiles de tus borracheras. Los únicos que apestábamos a alcohol (entre otras cosas) aquel día y como siempre, éramos tú y yo. Luis me recogió en el hospital y me llevó de vuelta a mi casa, donde llevaban tres días a base de valeriana (nunca voy a saber si por mi intento de fuga o por la cava vacía) llamando a media facultad para dar conmigo. Si en lugar de esfumarte con la carta que luego te aprendiste de memoria, te hubieras dignado a enseñar tu cabeza rota, sabrías que despertaste solo porque yo estaba con Luis tratando de impedir que mi familia te demandara por robo, secuestro y violación.  
 ¿Ese fue tu drama, Santiago? ¿Así te lo explicas? ¿Te levantaste con migraña y al no verme ahí, decidiste castigarme mandando todo al carajo para irte detrás de un conejito blanco? ¿Para reclamarme, diez años después, que no me quedara a escuchar eso tan impactante que habías soñado? No me interesa. Por mí, puedes seguir despertando de un brinco el resto de tus noches sin compartirlo con nadie. Espero, eso sí, que cada una de las ocho puntadas te recuerde que eres un tarado.
Tú ganas: se acabaron las letras con escarcha y las remembranzas de temblores y moteles y bares y cuadernos gigantes. Nos acabamos nosotros. Pero, ¿qué digo? Si de nosotros hace mucho tiempo que ya no queda nada. Nos devoró el espejo de un hotel horrendo, un domingo anónimo, a las 11:45 de la mañana. Vete mucho, muchísimo, al demonio, Santiago.