23 de abril de 1990


You used to laugh about/ Everybody that was hangin' out./ Now you don't talk so loud,/ Now you don't seem so proud,/ About having to be scrounging your next meal…” Gritaba yo como un demente dando saltos sobre un solo pie mientras tú (al igual que como escribes que te sorprendió el terremoto ese jueves de septiembre) cubrías tu cuerpo con mi camisa manchada de vino que apestaba a cigarro más que los ceniceros de nuestra antigua cantina, la misma que, según nos habían informado, Luis no abandonaba desde hacía dos días.

Yo no estaba borracho, estaba al borde de un coma etílico, mientras tus ojos verdes, abiertos como las cortinas del cuarto de hotel que permitían que el sol nos escupiera en la cara, me miraban absortos dar de tumbos por las paredes y las puertas de la habitación.

No recuerdo si estabas diciendo algo, puede ser que te hayas quedado callada o que me insultaras entre dientes; lo que sí recuerdo es que cuando mi cabeza detuvo el vaivén de mi cuerpo contra el espejo del baño, lanzaste un grito de terror que hizo más escándalo que los cristales haciéndose pedazos contra el mosaico del piso.

Al Santiago de los bares, cómplice del robo de docenas de botellas whiskey, admirador de tus minifaldas y enemigo de las corbatas rojas, no se lo tragó la tierra, se lo comió el espejo de un hotel horrendo, un domingo anónimo a las 11:45 de la mañana.

Camino al hospital no llevabas minifalda, traías pantalones azules y aún usabas mi camisa que ahora estaba cubierta de sangre y ya no tenía compostura alguna, como yo, como nosotros…

Tal vez algún día te cuente sobre ese sueño que todavía me hace despertar de un brinco en las noches y me obliga a llevarme una mano a la cabeza donde permanece la cicatriz de las ocho puntadas que tuvieron que darme en el cráneo. Hoy no, no estamos para hablar de  sueños, nunca lo estuvimos.


No quedó nada, Emilia, no quedó nada. Cuando abrí los ojos en el sanatorio al día siguiente, estaba solo. Al llegar por fin a mi casa encontré debajo de la puerta una carta tuya, una que llevo conmigo desde hace muchos años en la bolsa del saco, creo que ahora está tan gastada que es ilegible, no tiene remedio, igual que esa camisa que te quedaba perfecta.

Tú recuerdas bien esa carta, en ella me decías que estabas con Luis, que algo malo pasaba, que era urgente que yo fuera, que era, y esto lo cito de memoria: “un pedazo de imbécil por haber estampado la cabeza en el espejo más pequeño del mundo habiendo tanta pared a los lados”.


Ese lunes no fui a ver a Luis (con quien no volví a encontrarme jamás) tampoco estuve contigo, ese día hice mi maleta, rompí dos de las hojas enormes donde descansaba uno de tus poemas adolescentes, guardé tu carta y me largué; “How does it feel?”

Lo que encontré después, lo que nunca me explicó Bob Dylan, es que (al menos para mí), no había nada del otro lado del espejo, ni juegos de ajedrez caóticos como los que miró Alicia, ni el minotauro de mí mismo al que yo quería cortarle la cabeza. Cuando te dejé, no hubo nada más que el desierto de la vida sin tus manos. Entonces regresé, derrotado, con la cola entre las patas, vencido por la evidencia de saber que no puedo ser más de lo que soy. Tienes razón, mi intento de fuga fue, como tú dices “de un estrépito lamentable pero de poca consistencia”, así que cuando volví sobre mis huellas, las tuyas ya no existían; tú habías cocinado tu revancha y la tenías lista para mí dentro del refrigerador. No es que tenga ganas de provocar venganzas, lo único que quiero es que termines de dejar caer la tuya de una vez por todas y nos olvidemos de tanta culpa y tanta tinta que llena de humedad los rincones de tu casa.

Si sólo me citaste ese jueves fúnebre para destrozarme la espalda sin duda por última vez, yo por mi parte puedo decirte que, aunque carezco casi de cualquier certeza, hay una que es irreductible y que quiero que te quede bien clara: la tierra puede moverse todo lo que se le pegue la gana, pero tú no vas a encontrar jamás otra espalda tan irrelevante como la mía que esté dispuesta a cargar con el tatuaje de tus uñas. Yo soy solo el maniquí de portafolio café y corbata roja, pero tú, Emilia, no volverás a crear un terremoto en una cama nunca, por eso, también te doy la razón cuando escribes enseñando los colmillos, que mi estupidez no te hace a ti más inteligente.

En cuatro horas voy a ponerme otra vez el saco, a guardar tu carta y a resignarme a que sea otro martes insípido, y no tus uñas, el que me haga sangrar la espalda, pero tú ¿cuánto tiempo vas a seguir fingiendo que eres feliz montando tu mejor actuación de esposa y “señora de la casa”? “How does it feel?”

Santiago.