08 de enero de 1990


Si hubiera recibido tu carta, que descansa ahora junto a una pequeña lámpara verde (como tus ojos, como nuestras botellas de whiskey), hace diez años, la vuelta de correo que llegaría al buzón de tu casa sería completamente distinta a la que vas a sostener pronto entre tus manos.

No te voy a mentir, cuando terminé de leer tus letras azules y perfectas, apagué el cigarro de un manotazo y doblé el papel entre mis manos como tratando de exprimirle las últimas gotas de veneno que habías dejado caer en los puntos suspensivos. Hace un rato la saqué del bote de basura, la releí, la puse junto a la lámpara, prendí otro cigarro y no pude evitar que se me escapara una sonrisa (de esas que tú siempre consideraste burlonas y que, a estas alturas, no pienso detenerme a tratar de convencerte de lo contrario). Emilia uróboro está enojada…

No es que me sorprenda demasiado. Después de todo, mi capacidad para sacarte de quicio es una constante que ha sobrevivido a nuestra historia (tu carta lo confirma), pero me gusta saber que todavía despierto en ti esos arranques de furia, escrita o a mano limpia. Me gusta darme cuenta que, de tan insufrible, no puedo, ni podré, serte indiferente…

Nos podríamos subir una vez más al ring, aunque sé, por duras experiencias, que tienes un revés de piedra que hubiera hecho desmoronarse a Muhammad Ali en el primer asalto, pero tienes que admitir que también me conozco algunos trucos, que  puedo dejar que me golpees durante toda la pelea y lanzarme como toro en los últimos treinta segundos. Sabes que si no me noqueas pronto, puedo ir a buscarte las cosquillas pero con un gancho al hígado, ese que sufre tanto con mi “exasperante retórica”.

Hoy no me subo al cuadrilátero, Emilia, esta noche pierdo por decisión antes de comenzar la pelea, porque aunque tu carta pida a gritos la muerte del mensajero y una respuesta escandalosa, mi cerebro de burócrata me ha jugado una mala broma y vino con el recuerdo exacto de la última vez que te vi. Tuvo, literalmente, que moverse la tierra para que nos encontráramos.

Tú también te acuerdas y seguro ahora que lo escribo te tiembla un poco el pulso (no sé si lo suficiente como para quitarte los guantes de box). Fue hace casi diez años: era un septiembre burlón y en mi mañana de rutinaria esclavitud, salí a la calle y vi cómo la ciudad se hacía pedazos. Conseguí con un amigo común tu número; en todos lados se escuchaba la palabra terremoto, pero en mi mente sólo había un eco que repetía tu nombre.

Esa fue la primera y única vez que hablamos por teléfono. La línea sonó por un par de segundos, después escuché tu voz temblorosa, cuando el eco se volvió palabra y logré decirte: “Emilia”. Tú me respondiste con un insulto memorable: “¡Idiota!”. Lo gritaste con todos los pulmones (creo que por eso tu carta me llevó hasta ese día) y luego escuché, durante diez minutos, tu llanto, uno que venía desde los lugares y las horas que ambos habíamos olvidado de tanto tratar de recordarlos.

Como todo en nuestra historia es un chiste malo, esa tarde terminamos en un hotel (ya no tan de quinta pero hotel al fin) para arrancarnos la ropa mientras la ciudad arrancaba a sus muertos debajo de vigas dobladas y pedazos de hormigón. No sé si es cierta esa leyenda de que cada vez que alguien va a un funeral sale a tener sexo, pero ese día, en el funeral más grande que me ha tocado vivir, tú, disfrazada de señora, rompiste una vez más los botones de tu blusa y mis manos oxidadas encontraron de nuevo tu espalda, aunque no tus plumas.

Yo estaba (estoy) ajado y casi sin aliento. No recuerdo si tú eras como te describes cuando dices que sales a cazar fantasmas, “encantadora y con piernas de mármol”. De lo que sí me acuerdo es que tu rostro era distinto, te habías vuelto más dura, tus facciones eran rígidas y yo trataba de encontrar ese dejo de inocencia que antes tenías, mientras tus uñas me destrozaban la espalda, seguramente por última vez.

No era solamente que fuéramos más viejos y estuviéramos menos dispuestos al estruendo –de cualquier manera tus espasmos seguían siendo los mismos y tus colmillos no fallaron una sola mordida– el asunto iba más allá, venía desde un lugar más profundo. Creo que esa tarde fue la primera vez que de verdad sentí que estaba tratando de resistir los embates de una serpiente que no era mía.

Con Luis las cosas eran diferentes, por más que el remordimiento me despertara en las madrugadas y me hiciera amargos los tragos y el dominó, nunca te sentí realmente como suya, estaba seguro de que esa contorsión de tu espalda y el sudor que resbalaba por tu rostro los guardabas exclusivamente para mí. En cambio esa tarde de 1985, me pareció que al estar conmigo también estabas en muchos otros lugares al mismo tiempo, en muchas otras mentes que exigían tu atención y apagaban los golpes de la cabecera contra la pared.

¿Qué tiene que ver esto con todo lo demás? ¿Con mis desapariciones fallidas? ¿Con tus letras llenas de cicuta? ¿Con la nula adrenalina con la que persigues fantasmas? ¿Con mi presencia amontonada en sobres que se empolvan en algún cajón de tu casa? ¿Con la afirmación, dolorosa y estúpida de que somos aves distintas? Nada, Emilia, absolutamente NADA, es sólo que el recuerdo es tan urgente que dejarlo pasar sería como dejar de escribirte; que la historia, nuestra historia, es tan absurda y cursi que si no la pongo en papel terminaría convenciéndome (como lo he intentado ya tantas veces) de que nunca ocurrió.

Nos sobra tinta para alistarnos antes de que suene la campana y volvamos repartirnos golpes, eso sí, no creo que exista un réferi en el mundo que logre separarnos al momento del abrazo. Dicen que la venganza se sirve fría, tú ya puedes ir llenando de escarcha tus letras. Los recuerdos, en cambio, se beben en vasos enormes que te anegan de a poco los días y los pulmones, yo me quito el salvavidas para mirar cómo se hunde el barco.

¿Otra pregunta impertinente? ¿En qué estabas pensando cuando me citaste en ese hotel sólo para hacer que temblara una vez más la tierra?    

Santiago.