26 de junio de 1989

Hay algo en su espalda que a veces no me deja dormir. He respetado ciegamente esa regla tuya de no escribirte jamás su nombre, de fingir que en estas cartas él no existe y estamos sólo tú yo, ahogándonos, como siempre, en nuestro  infinito mar de tinta. Tus reglas funcionan algunas veces. Ésta te sirve a ti para ignorar que todas las noches duermo con él y a mí para olvidar que cada cierto tiempo, al momento de tomar la pluma, profano espectacularmente el sagrado sacramento del que con tanta frecuencia te burlas.
El nombre es una cosa, el nombre no lo escribo. Pero la espalda sigue ahí, con o sin su nombre, y esta noche no puedo pretender que no la veo. Su espalda me recuerda que cada una de estas palabras es una traición.
No sé en qué momento me volví tan culpígena. Es posible que todo empezara con Luis, aunque en esa época era a ti al que le costaba más trabajo. Tú eras entonces el del insomnio, el de los silencios huecos y la sonrisa triste, el poseedor de la certeza insoportable de haber seducido –¡qué simple y qué trillado!- a la mujer de tu amigo. Para mí la culpa era distinta, nunca tuve la sensación completa de estar haciéndole daño, no me costó trabajo aparentar que eras tú el que me sedujo y no al revés. Lo que me dolía era saberme responsable de tus tribulaciones, tu tormento, tu inacabable cargo de conciencia. Pero sí, puede ser que a los diecisiete años se haya alojado en algún lugar de mi inconsciente que el amor era esto: unas gotas de omisión, varias mentiras, traiciones en el paladar y secretos en las yemas de los dedos. El amor era, como sugeriste tanto tiempo más tarde, algo bastante más parecido a una lechuga.

¿Cuándo fue que lo hicimos tan complicado? ¿Cuándo fue que, además de la malsana costumbre de herirnos el uno al otro, decidimos que lo consecuente era herir a los demás? ¿Cómo hicimos para destruir y destruirnos hasta permitir que entre los dos no hubiera nada más que cartas culpables? Cartas y una historia que ni siquiera es lo suficientemente tormentosa como para inspirar la telenovela que hemos inventado que son nuestras vidas...
Tantas letras hay ya de por medio que es casi imposible distinguir entre el tiempo que estuvimos juntos y el tiempo en el que aprendimos –o decidimos- que la única forma de estarlo realmente era leyéndonos.

Al mirar su espalda esta noche me di cuenta de pronto de que no recuerdo la tuya y, peor todavía, de que tal vez no puedo acordarme porque en realidad no la conozco más allá de lo táctil, más allá de mis manos recorriéndola de memoria, sin haberla visto de verdad. Tú nunca me diste la espalda mientras dormías porque tú y yo no dormíamos, no nos dábamos un beso de buenas noches ni nos tocábamos los pies por debajo de las sábanas. Nuestras noches eran todas beso y todas fuego, todas ron y Enrique Guzmán destazando “Pon tu cabeza en mi hombro” sin que mi cabeza alcanzara, nunca, el reposo de tu hombro, por estar perdida en otros lugares (bastante más cuestionables) de tu anatomía.

Pero todo esto tú ya lo sabes y, como también debes haber adivinado ya, mis palabras no tienen hoy otro propósito que regodearme en la culpa que desde hace tanto tiempo es la protagonista principal de las letras que intercambiamos. Culpa por no haberte sabido perdonar del todo. Culpa por haber llevado tan lejos mi venganza que se volvió imposible que me perdonaras tú a mí. Culpa por acordarme de ti mientras contemplo la espalda que mañana va a darse la vuelta y darme los buenos días. Y, sobre todo, culpa porque no puedo esperar a que me escribas y me digas que tú también te sientes un poco culpable.
E.