10 de noviembre de 1989

Tal vez te parezca imposible, pero mientras te escribo esta carta maltrecha, estoy tomando un americano que sabe peor que el que tú te llevabas a la boca cuando jugabas a ser poeta en esa cafetería junto a la Universidad. No me he atrevido a llamar al gerente y armar el escándalo que este brebaje asqueroso amerita, porque estoy seguro de que, a pesar de los pesares, terminaré tomándome otra taza, y no quiero que este horrendo “Nescafé” recalentado contenga además, fluidos corporales del mesero que me ha estado observando la última media hora escribir y arrancar hojas de mi cuaderno como quien mira a un simio tratando de escapar de su jaula.
No te preocupes, no es mi intención emborronar cuartillas con trivialidades de domingos tercos. Te cuento esto porque aún me golpea el cráneo la frase lapidaria de tu última carta, eso de que el café recién hecho sabe a veces mejor que el whiskey de las tres de la mañana. Creo que todo es cuestión de enfoques querida, perdón, Emilia; habría que ver primero de qué café y de qué whiskey estamos hablando, además a las tres de la mañana muy pocas cosas saben bien, el café le lleva en ese aspecto muchas horas de ventaja al whiskey. Reconozco que eres una autoridad en casi todo lo que tiene que ver con las cosas buenas de la vida, pero hay que aceptar que tu gusto para seleccionar el café es (al igual que el mío), bastante pobre, algo que no ocurría, por cierto, con las botellas de whiskey que te robabas de la cantina de tus papás; eran tan buenas que ni siquiera Winston Churchill se hubiera atrevido a ponerles un pero.
Además, a diferencia del café, el whiskey nos permitía hacer una de las cosas que mejor hacíamos: quedarnos callados. Tal vez así fue como empezó todo este asunto de las cartas, cuando entendimos que necesitábamos el silencio, cuando dejamos de hablar y aprendimos a vernos, a tocarnos con los ojos… “Las horas perdidas”, las llamabas tú ¿te acuerdas? Era todo un ritual, primero escogíamos los discos, poníamos los vasos y la hielera sobre la mesa, en el centro una botella verde golpeaba la luz y te hería la mitad de la cara y así, con cada bocanada de humo que salía de tu boca, parecía que fumabas hierbas de colores. Después nos sentábamos uno frente al otro, como si fuéramos a jugar una partida de ajedrez con un tablero invisible; no había manos entrelazadas, ni piernas tocándose debajo de la mesa, solo música y el ansiado silencio, interrumpido de vez en cuando por tu voz cantando alguna estrofa de “La plaga”, de los Teen Tops, o de la mía recitando entre dientes por enésima vez: The answer is blowin’ in the wind.
Y después tú, tu cuerpo, la serpiente, el uróboro eterno… Siempre te gustaron las palabras raras, a mí también, la diferencia es que cuando yo las digo suenan impostadas, falsas, como si las hubiera estado ensayando toda la noche, en cambio a ti te salen naturales, perfectas. Más de una vez, después de discutir contigo tuve que llegar a mi casa y consultar el diccionario para darme cuenta de que, en realidad, no me estabas insultando cuando dijiste tal o cual cosa, o sí, dependiendo del caso. Reconozco que después de leer y doblar tu carta, pienso en la palabra “uróboro” y muero de envidia -¿por qué no se me ocurrió a mí?- me reprocho. Trato de hacer planes para ver cómo y con quién puedo utilizarla, pero dudo mucho que pueda añadir un uróboro a los folios de los casos archivados de la empresa, que si lo piensas bien son precisamente eso.
¿Que si volaría contigo? Lo hago todas las noches anclado como una isla al colchón de mi cama. Pero dejemos a Girondo fuera de estas letras, sabes de sobra que literalmente me dan miedo los espantapájaros, además callar fue siempre más importante que volar para nosotros. El verdadero problema, Emilia, no es si volamos o no, es que somos aves distintas; tú regresas al nido todas las noches, mientras yo emigro al sur y me quedo perdido en alguna ráfaga de viento.
A diferencia de ti, yo no le movería ni un pelo al recuerdo del que me hago ilusiones de acordarme todavía. Me mesaría (otra palabra de las que te salen como si cualquier cosa) la barba de la misma manera absurda que cuando entraste por primera vez al bar, lo haría porque me gustaba cómo me mirabas cuando pensabas que era un tipo insufrible (¿ya no lo piensas?), te dejaría bailar “Siluetas” con Luis de la forma más ridícula en que alguien puede tratar de llevar el ritmo de una canción como esa, te dejaría ser su serpiente porque solo así te cambiaban los ojos de color antes de clavarme los colmillos, te volvería a robar el mismo beso y recibiría sin problemas el mismo gancho a la quijada que me hizo caer de la silla (nadie podrá negar nunca que el cliché nos persigue).
No le huyo a la culpa, que es últimamente nuestra palabra favorita y que no tiene ni la mitad del encanto de las otras que te vienen tan seguido a la mente. Yo me fui porque me dio la gana, así, sin explicaciones, sin alas y sin uróboros. Me largué porque entendí que tú tenías la capacidad de vivir y que yo solo sabía sobrevivir, y para hacerlo tenía que irme, dejarte, olvidarme de tus ojos verdes más claros que las botellas de whiskey, no pensar más en Luis y en la mala y absurda tragicomedia que nos habíamos montado. Me fui porque creí que TENÍA que hacerlo, porque me gustaba ser dramático, porque aún tenía energía para ser tajante, porque me pareció de muy buen gusto echarle a mi trago unas gotas de veneno que no salieran de tus colmillos expertos y anestésicos. Me largué por idiota. Mea culpa, y con eso no se resuelve nada.
Tal vez la pregunta impertinente que termine por fin esta carta (la amenaza de una tercera taza de “café” sigue latente), sea esta: ¿Por qué, Emilia uróboro, decidiste domesticarte en lugar de salir a cazar ratas o fantasmas? ¿De verdad lo que sentiste cuando te dejé fue rencor? O solo el alivio pausado de saber que ahora que me quitaba de en medio, podías hacer tu vida de esposa y de serpiente perfecta pero inofensiva.
Santiago.