2 de julio de 1989

  ¿Yo puse esa regla de los nombres? Podría jurar que fuiste tú. Siempre estuviste obsesionada con ellos, por lo menos con el tuyo. Cuando a mí me daba por ponerme cursi y llamarte “guapa” o “flaca”, se te descomponía la cara y marcando cada letra me decías: -Me llamo Emilia, ¡E-MI-LIA!- ¿Te acuerdas? No sé si algún día te hiciste el tatuaje que prometiste durante tanto tiempo, pero yo pensaba que si te hacías uno, debería de ser tu nombre marcado en la frente.
A mí también me gusta tu nombre, todavía, cuando las horas de oficina me matan de tedio, lo escribo en las hojas de papel a cuadros junto al logotipo de la empresa. Una vez lo dije en voz alta, lo arranqué de la hoja y después de masticarlo unas veinte veces me lo tragué como si fuera una aspirina. –Perdón pero es que este nombre es mío.–Dije ante la mirada de asco de una de las secretarias, quien seguro me levantó ya un oficio por comerme el material de trabajo.
Pero volvamos a lo nuestro E-MI-LIA, los nombres son una cosa pero las espaldas… esas no pueden comerse en hojas de papel, ellas permanecen como el tatuaje que estoy seguro que nunca te hiciste, subsisten en algún rincón donde el cerebro guarda ese tipo de cosas inútiles. Tal vez tú no recuerdes mi espalda porque no tiene nada de memorable, porque nació para recargarse en las sillas incómodas de despachos obscuros, pero la tuya era perfecta, dibujaba piedras dentro de tu piel cuando te enroscabas de frío debajo de las sábanas; hacía añicos las blusas y los sostenes cuando te erguías como una cobra para clavarme los colmillos.
Claro que dormíamos, sólo que tú dormías despierta, jadeabas y dabas vueltas furiosas sobre las camas baratas y sucias de los hoteles de paso. Tal vez soñabas, como el cubano, con serpientes de mar o con funcionarios de corbatas rojas que venían a cortarte las alas, y tú las defendías pluma por pluma, desde los lunares que marcaban bajo tu nuca un triangulo equilátero perfecto, hasta la línea indeleble donde terminaba la espalada y comenzaban otras partes (nada cuestionables) de tu anatomía; y mientras tú luchabas en sueños contra un ejército de tijeras, yo te miraba hipnotizado porque tu espalda era justo eso, una encantadora de serpientes.
Por eso me duele que hayas ido por voluntad propia al peluquero a pedirle que te dejara las alas a rape, porque una cosa es que no supieras volar y otra muy diferente que no estuvieras equipada para hacerlo. ¿Quieres hablar de culpas? Tengo tres millones para regalarte, pero quizá esa es la que más me duele, no haber estado ahí cuando decidiste tocar a la puerta de Jack el Destripador (o de un cura de iglesia da lo mismo) que no buscaba sacarte las entrañas sino desplumarte.
Dile a esa espalda sin nombre que te da los buenos días todas las mañanas que no nos insulte, que no nos venga con frases hechas y vacías, que contigo no existen los buenos días porque tú no duermes, aunque sueñes toda la noche que te mato o que aprietas fuerte los labios para no gritarle a tus soldados que me fusilen y terminen de una buena vez con este burócrata de corbata roja, que va por la vida coleccionando espaldas y cortando alas, sólo para tratar de reunir el valor suficiente para regalarte unas nuevas que no se derritan con el sol de la tarde.
¿Hace cuánto tiempo, E-MI-LIA, que tu espalda no se arquea y se pone en pie de guerra para inyectar las primeras gotas de veneno en alguna carótida indefensa?
Santiago.