“You used to laugh about/ Everybody that was
hangin' out./ Now you don't talk so loud,/ Now you don't seem so proud,/ About
having to be scrounging your next meal…” Gritaba yo como un demente dando
saltos sobre un solo pie mientras tú (al igual que como escribes que te
sorprendió el terremoto ese jueves de septiembre) cubrías tu cuerpo con mi
camisa manchada de vino que apestaba a cigarro más que los ceniceros de nuestra
antigua cantina, la misma que, según nos habían informado, Luis no abandonaba
desde hacía dos días.
Yo no estaba
borracho, estaba al borde de un coma etílico, mientras tus ojos verdes,
abiertos como las cortinas del cuarto de hotel que permitían que el sol nos
escupiera en la cara, me miraban absortos dar de tumbos por las paredes y las
puertas de la habitación.
No recuerdo
si estabas diciendo algo, puede ser que te hayas quedado callada o que me
insultaras entre dientes; lo que sí recuerdo es que cuando mi cabeza detuvo el
vaivén de mi cuerpo contra el espejo del baño, lanzaste un grito de terror que
hizo más escándalo que los cristales haciéndose pedazos contra el mosaico del
piso.
Al Santiago
de los bares, cómplice del robo de docenas de botellas whiskey, admirador de
tus minifaldas y enemigo de las corbatas rojas, no se lo tragó la tierra, se lo
comió el espejo de un hotel horrendo, un domingo anónimo a las 11:45 de la
mañana.
Camino al
hospital no llevabas minifalda, traías pantalones azules y aún usabas mi camisa
que ahora estaba cubierta de sangre y ya no tenía compostura alguna, como yo,
como nosotros…
Tal vez
algún día te cuente sobre ese sueño que todavía me hace despertar de un brinco
en las noches y me obliga a llevarme una mano a la cabeza donde permanece la
cicatriz de las ocho puntadas que tuvieron que darme en el cráneo. Hoy no, no
estamos para hablar de sueños,
nunca lo estuvimos.
No quedó nada, Emilia, no quedó nada. Cuando abrí los ojos en el sanatorio al día siguiente, estaba solo. Al llegar por fin a mi casa encontré debajo de la puerta una carta tuya, una que llevo conmigo desde hace muchos años en la bolsa del saco, creo que ahora está tan gastada que es ilegible, no tiene remedio, igual que esa camisa que te quedaba perfecta.
Tú recuerdas
bien esa carta, en ella me decías que estabas con Luis, que algo malo pasaba,
que era urgente que yo fuera, que era, y esto lo cito de memoria: “un pedazo de
imbécil por haber estampado la cabeza en el espejo más pequeño del mundo
habiendo tanta pared a los lados”.
Ese lunes no fui a ver a Luis (con quien no volví a encontrarme jamás) tampoco estuve contigo, ese día hice mi maleta, rompí dos de las hojas enormes donde descansaba uno de tus poemas adolescentes, guardé tu carta y me largué; “How does it feel?”
Lo que
encontré después, lo que nunca me explicó Bob Dylan, es que (al menos para mí),
no había nada del otro lado del espejo, ni juegos de ajedrez caóticos como los
que miró Alicia, ni el minotauro de mí mismo al que yo quería cortarle la
cabeza. Cuando te dejé, no hubo nada más que el desierto de la vida sin tus
manos. Entonces regresé, derrotado, con la cola entre las patas, vencido por la
evidencia de saber que no puedo ser más de lo que soy. Tienes razón, mi intento
de fuga fue, como tú dices “de un estrépito lamentable pero de poca
consistencia”, así que cuando volví sobre mis huellas, las tuyas ya no existían;
tú habías cocinado tu revancha y la tenías lista para mí dentro del
refrigerador. No es que tenga ganas de provocar venganzas, lo único que quiero
es que termines de dejar caer la tuya de una vez por todas y nos olvidemos de
tanta culpa y tanta tinta que llena de humedad los rincones de tu casa.
Si sólo me
citaste ese jueves fúnebre para destrozarme la espalda sin duda por
última vez, yo por mi parte puedo decirte que, aunque carezco casi de cualquier
certeza, hay una que es irreductible y que quiero que te quede bien clara: la
tierra puede moverse todo lo que se le pegue la gana, pero tú no vas a encontrar
jamás otra espalda tan irrelevante como la mía que esté dispuesta a cargar con
el tatuaje de tus uñas. Yo soy solo el maniquí de portafolio café y corbata
roja, pero tú, Emilia, no volverás a crear un terremoto en una cama nunca,
por eso, también te doy la razón cuando escribes enseñando los colmillos, que
mi estupidez no te hace a ti más inteligente.
En cuatro
horas voy a ponerme otra vez el saco, a guardar tu carta y a resignarme a que
sea otro martes insípido, y no tus uñas, el que me haga sangrar la espalda,
pero tú ¿cuánto tiempo vas a seguir fingiendo que eres feliz montando tu mejor
actuación de esposa y “señora de la casa”? “How
does it feel?”
Santiago.
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