La luz de aquel jueves de septiembre me sorprendió sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, un cenicero haciendo equilibrios sobre la rodilla derecha y una botella de vodka a medio terminar. Él y su espalda llevaban dos semanas de viaje; dos semanas eternas durante las cuales yo me había dedicado a tratar de encontrar a la Emilia de antes, la de las minifaldas y los bares, la ladrona de botellas de whiskey cuyas alas imposibles no puedes dejar de evocar.
Unos días antes, desayunando con mis antiguas compañeras de la facultad, me había intranquilizado darme cuenta de que era difícil reconocerme en muchas de las historias de las que fui protagonista. La intranquilidad detonó una búsqueda que en principio me pareció moderadamente inocua y terminó por escapárseme de las manos y convertirse en algo corrosivo, como casi todo lo que toco. Por eso, cuando dieron las siete de la mañana del jueves, yo no estaba en mi cama arropada con edredones de pluma de ganso y ataviada con camisones de tul –como sin duda imagina un tipo como tú que deben dormir las señoras- sino perdiendo la compostura en medio de la sala con una camisa de franela mal abrochada por toda indumentaria y salpicando de vodka las alfombras.
El cenicero apenas hizo ruido cuando cayó de mi rodilla. Las ventanas, en cambio, tronaron con tal fuerza que consiguieron ahogar, por un momento, los gritos que pegaban Los Gliders en el tocadiscos. “Que me coge, que me agarra, que me alcanza la llorona por detrás...” y yo ahí, petrificada en la ridiculez de aquel estribillo. No pensé en levantarme o correr al escuchar retorcerse las entrañas de la ciudad, no pensé en alas o plumas o espaldas cuando un portarretratos con mi sonrisa de novia se estrelló contra el piso. Tampoco pensé en ti. Pensé en la Emilia que acababa de ahogarse en la botella que ahora rodaba por el suelo y en la tierra que se disponía a tragarse su cadáver mientras yo permanecía inmóvil, la mirada fija en el vaivén desbocado de una lámpara.
Claro que me acuerdo. Claro que me tiembla el pulso y hasta deja de hervirme momentáneamente la sangre con tus impertinencias porque cuando el universo terminó por fin de tambalearse y el timbre del teléfono me sacó de aquel letargo, fue tu voz la que escuché al otro lado de la línea. Y entonces sí, lloré. Porque podía moverme y porque aún tenía fuerzas para insultarte. Pero, sobre todo, por esa parte de Emilia que había quedado sepultada.
Idiota. Te cité para destrozarte la espalda con las uñas. Nada de “seguramente”: sin duda por última vez. En lo demás no te equivocas: estaba en muchos lugares al mismo tiempo. Cuando deshice el nudo de tu corbata te recordé sentado en algún bar, con una cerveza en la mano, burlándote de los burócratas de ocasión. Mientras me quitabas la blusa sin respeto alguno por los botones, nos vi dormidos uno encima del otro, borrachos y cansados de tanto embestirnos, sobre el primer colchón que compartimos. Estudié cada una de tus sonrisas ladeadas, cada roce de tus manos que insistían en dirigir el movimiento de mis caderas. Lo que ahogaba los golpes en la cabecera era la escandalosa contundencia de saber que nunca más volveríamos a mordernos.
Ahí tienes: mi recuerdo urgente, mi versión de eso que es tanto más importante que noquearte de una buena vez y que, como bien dices, nada tiene que ver con todo lo demás. Deja de decir que nuestra historia es cursi, Santiago. Los cursis somos nosotros, que cinco años después de habernos despedido seguimos aferrándonos a la tinta del otro, a los trazos familiares de cada letra, a las peleas que terminan por posponerse para cederle paso a la memoria. Seguimos queriendo que algo pase, que algo cambie, que la tierra –de pronto- se mueva.
Sólo una cosa más, antes de estamparte una firma escarchada: esto no es una tregua. No puedes negarte a subir al cuadrilátero y luego asestar un golpe fatal desde las gradas. ¿Por qué has tenido siempre tantas ganas de provocar venganzas?
E.
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