Me enredas, Santiago, y te enredas. Es posible que escuchar tantas veces a Silvio te haya hecho mezclar de pronto las imágenes, hacer de mi espalda una encantadora de víboras mientras mi cuerpo entero se dibuja en tu cabeza como una cobra emplumada. Espalda que encanta a la serpiente y serpiente al mismo tiempo: yo, el uróboro eterno. Y no sé si alegrarme de que me recuerdes infinita o recordarte yo a ti que me agoto todos los días y lo único que queda, algunas noches, es esa tinta que te tragas con los restos de mi nombre en hojas membretadas. La misma tinta que dibuja las palabras que están siempre entre tú y yo, cómplices pero, también, custodias de un encuentro progresivamente más improbable. El uróboro es también la lucha inútil.
Hoy, para variar, no voy a culparte de nada, porque aunque sé de sobra que –digas lo que digas- lo que de fondo no perdonas (tú, alma de poeta argentino en cuerpo de burócrata) es que no supiera volar, reconozco el esfuerzo que implican tus ganas de querer regalarme alas nuevas. Si las tuviera sé exactamente a dónde volaría, con la única condición de que esta vez tú volaras conmigo y no hubiera ya necesidad de preguntar, con tan absoluta impertinencia, cuánto tiempo hace que mi espalda no se arquea, dispuesta al ataque de la única carótida posible, la tuya.
Pero mientras tanto te hago caso y, como de costumbre, te sigo el juego, ignoro la espalda tangible y también la frase hecha que la acompaña para responder directamente a la afrenta, al reclamo del día en que, como bien dices, me sometí voluntariamente a cambiar las alas por la rutina que tanto asco te dio siempre. Tienes razón: la culpa, al menos la de esta carta, la culpa de esta tarde, es mía. Pero te equivocas en los motivos: lo que a mí me provoca el insomnio intermitente no es haberme puesto un velo y canjeado mis plumas por tardes de domingo. Al contrario de lo que tú crees, la vida cuando tienes los pies bien anclados en la tierra no resulta tan difícil y el café recién hecho sabe a veces mejor que el whiskey de las tres de la mañana. No duele, en realidad, estar a ras del suelo, lo que pesa es justamente no saber renunciar a despegar, otra vez, un martes cualquiera. Y es que, si pudiera siquiera planear un poquito, sé que volvería a sentarme en la misma cafetería de cuarta, volvería a atiborrar hojas gigantes con poemas diminutos y, sobre todo, volvería a sonreírle a Luis de aquella manera idiota que lo llevó a proponerme cambiar el café aguado por una copa en el bar de enfrente, donde tú te mesabas la barba con esa pedantería que, hoy lo sé, no era más que el reflejo de tus nervios. Y, como también eso lo sabría, no perdería el tiempo en pensar que eras un tipo insufrible, ni me levantaría para bailar “Siluetas” con Luis, ni pasaría después meses jugando a ser la serpiente de uno mientras le clavaba los colmillos al otro. Volaría contigo, Santiago, desde el principio, sin obsesionarme con los nombres, ni con las espaldas, ni con las corbatas rojas. Puedes estar tranquilo: por mucho que me guste sentir cerca el piso, yo tampoco me perdonaré, nunca, no haber sabido volar. Pero no creas que eres el único capaz de hacer preguntas impertinentes. Si yo pudiera volar, Santiago, ¿te atreverías esta vez a volar conmigo?
¡E-MI-LIA!
¡E-MI-LIA!