¿Y si tienes razón, Santiago? Pocas cosas me aterrorizan tanto como pensar que esta vez no te equivocas, que no hay discusión que valga y la verdadera imposibilidad, el problema de fondo (y de forma, y hasta de contenido) que ha existido siempre entre tú y yo es, justamente, que somos aves distintas. ¿De qué sirven entonces tantas horas muertas si, al final, resulta que no somos más que un par de locos que juegan a identificarse con reptiles alados, incapaces de aceptar que lo único que tienen en común es el silencio? ¿Aprendimos de verdad a tocarnos con los ojos o, al contrario, cargamos toneladas de papel en la conciencia –y detrás de los párpados– porque ha sido, desde el principio, inevitable hablarnos sin darle a cada palabra veintisiete vueltas?
Me canso de imaginar que todo podría ser distinto. De pensar que podría escribirte, sin adornar ni media letra, que nos dejemos ya de retruécanos y vengas a encontrarme de una vez las cosquillas. Para que veas que sí, que yo también me río.
Me canso de perseguir horas que, como bien recuerdas, tuve el mal gusto de asesinar desde el principio. De pensar que algo dejamos olvidado en el fondo de tanta botella robada. ¿Qué más da la exquisitez del whiskey? ¿Qué importa que hubiéramos aprendido el infinito valor de no decirnos nada? Y si hubiéramos cambiado el poético silencio por una plática prosaica... ¿si hubiéramos volado en lugar de callarnos?
Es posible que sí, que haya nacido entonces lo de las cartas. Casi puedo escucharte mientras decidías inmortalizarnos en un epistolario. Casi puedo escucharme pensando en voz alta que claro, que era cuestión de liberar de algún tintero a la culpa que nos convertía en clichés andantes. ¿Qué es lo que hemos inmortalizado, Santiago?
Me canso de llevarle la contraria a Dylan, ahora que soy yo la que lo escucha (y que los Teen Tops se han vuelto un placer culpable), cuando me asegura –como tú, contigo– que, de todas formas, it ain’t no use to sit and wonder why, babe...
Es muy cansado recordarme y recordarte, retocando las imágenes mentales que tú insistes en dejar intactas, para intentar que de una vez por todas encajen los pedazos del rompecabezas. Y todo, para que después llegues tú a escribir que no: que con la memoria no se juega, que no va a encajar nunca... o que faltan piezas. Que somos aves distintas.
Si vuelvo a la metáfora es porque no me gusta sentirme derrotada, y me gusta todavía menos pensar que voy a ser capaz por fin de descarnarme en estas líneas para que dentro de tres meses me contestes, sobrio y elocuente, con un nuevo despliegue de la más exasperante retórica que se ha visto jamás en hojas con membrete. Nunca, Santiago, (y esto grábatelo bien) vas a dejar de ser un tipo insufrible. (Sólo quiero decir que, si pudiera hacerlo todo de nuevo, no gastaría un segundo pensando obviedades).
Más insufrible que nunca. Tanto como para preguntar si cuando te largaste sentí alivio y no darte cuenta (qué cosa más ridícula), de que toda desaparición tiene matices y la tuya fue de un estrépito lamentable, pero de poca consistencia. Estás aquí, amontonado en sobres, desde hace casi veinte años. ¿De qué te olvidaste? ¿Cuándo fue que te quitaste definitivamente de en medio? Claro que no se resuelve nada: ser tajante, aunque fuera sólo por el enorme placer de resultar dramático, implicaba esfumarte del todo. Reaparecer tiempo después a compartir el veneno es lo que causa, en realidad, rencor. Y el hecho de que yo lo haya bebido sin chistar sólo demuestra que tampoco tenía la capacidad de vivir totalmente. Por eso me la inventé. Nostra culpa, no te confundas. Que tú seas un imbécil no me hace a mí mucho más lista. ¿O de veras crees que si decidí, como tú dices, domesticarme, no tuvo nada que ver con mi propia necesidad de dramatismo?
Lo que no logro comprender es que me acuses de no haber salido a cazar fantasmas. Cada vez que levanto la pluma persigo los nuestros. Casi siempre los encuentro. Tú te ves demasiado pálido y la barba te queda peor que de costumbre. Pero –eso sí– el cigarro que se eterniza en tu boca compensa contundentemente la facha de tu espectro. Yo, en cambio, estoy encantadora: piernas de mármol, tres cuadernos bajo el brazo y la ilusión de ser poeta. Lo bueno de las ánimas es que no pesan: te es más fácil que nunca levantarme de cualquier parte atrapando mi cintura. Y entonces hasta yo puedo ver las plumas asomando en mi espalda que se contorsiona debajo de tus manos. Yo también extraño las alas, idiota.
La verdad es que hay poca adrenalina en saber dónde están los fantasmas de uno, y no es tan gratificante cazarlos si sólo van a volver a escaparse. Que te quede claro: no hay nada inofensivo en saberse serpiente. Y estoy harta de que, con cada nueva impertinencia, me lo recuerdes.
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