16 de marzo de 1990

La luz de aquel jueves de septiembre me sorprendió sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, un cenicero haciendo equilibrios sobre la rodilla derecha y una botella de vodka a medio terminar. Él y su espalda llevaban dos semanas de viaje; dos semanas eternas durante las cuales yo me había dedicado a tratar de encontrar a la Emilia de antes, la de las minifaldas y los bares, la ladrona de botellas de whiskey cuyas alas imposibles no puedes dejar de evocar.

Unos días antes, desayunando con mis antiguas compañeras de la facultad, me había intranquilizado darme cuenta de que era difícil reconocerme en muchas de las historias de las que fui protagonista. La intranquilidad detonó una búsqueda que en principio me pareció moderadamente inocua y terminó por escapárseme de las manos y convertirse en algo corrosivo, como casi todo lo que toco. Por eso, cuando dieron las siete de la mañana del jueves, yo no estaba en mi cama arropada con edredones de pluma de ganso y ataviada con camisones de tul –como sin duda imagina un tipo como tú que deben dormir las señoras- sino perdiendo la compostura en medio de la sala con una camisa de franela mal abrochada por toda indumentaria y salpicando de vodka las alfombras.

El cenicero apenas hizo ruido cuando cayó de mi rodilla. Las ventanas, en cambio, tronaron con tal fuerza que consiguieron ahogar, por un momento, los gritos que pegaban Los Gliders en el tocadiscos. “Que me coge, que me agarra, que me alcanza la llorona por detrás...” y yo ahí, petrificada en la ridiculez de aquel estribillo. No pensé en levantarme o correr al escuchar retorcerse las entrañas de la ciudad, no pensé en alas o plumas o espaldas cuando un portarretratos con mi sonrisa de novia se estrelló contra el piso. Tampoco pensé en ti. Pensé en la Emilia que acababa de ahogarse en la botella que ahora rodaba por el suelo y en la tierra que se disponía a tragarse su cadáver mientras yo permanecía inmóvil, la mirada fija en el vaivén desbocado de una lámpara.

Claro que me acuerdo. Claro que me tiembla el pulso y hasta deja de hervirme momentáneamente la sangre con tus impertinencias porque cuando el universo terminó por fin de tambalearse y el timbre del teléfono me sacó de aquel letargo, fue tu voz la que escuché al otro lado de la línea. Y entonces sí, lloré. Porque podía moverme y porque aún tenía fuerzas para insultarte. Pero, sobre todo, por esa parte de Emilia que había quedado sepultada.

Idiota. Te cité para destrozarte la espalda con las uñas. Nada de “seguramente”: sin duda por última vez. En lo demás no te equivocas: estaba en muchos lugares al mismo tiempo. Cuando deshice el nudo de tu corbata te recordé sentado en algún bar, con una cerveza en la mano, burlándote de los burócratas de ocasión. Mientras me quitabas la blusa sin respeto alguno por los botones, nos vi dormidos uno encima del otro, borrachos y cansados de tanto embestirnos, sobre el primer colchón que compartimos. Estudié cada una de tus sonrisas ladeadas, cada roce de tus manos que insistían en dirigir el movimiento de mis caderas. Lo que ahogaba los golpes en la cabecera era la escandalosa contundencia de saber que nunca más volveríamos a mordernos.

Ahí tienes: mi recuerdo urgente, mi versión de eso que es tanto más importante que noquearte de una buena vez y que, como bien dices, nada tiene que ver con todo lo demás. Deja de decir que nuestra historia es cursi, Santiago. Los cursis somos nosotros, que cinco años después de habernos despedido seguimos aferrándonos a la tinta del otro, a los trazos familiares de cada letra, a las peleas que terminan por posponerse para cederle paso a la memoria. Seguimos queriendo que algo pase, que algo cambie, que la tierra –de pronto- se mueva.

Sólo una cosa más, antes de estamparte una firma escarchada: esto no es una tregua. No puedes negarte a subir al cuadrilátero y luego asestar un golpe fatal desde las gradas. ¿Por qué has tenido siempre tantas ganas de provocar venganzas?

E.

23 de abril de 1990


You used to laugh about/ Everybody that was hangin' out./ Now you don't talk so loud,/ Now you don't seem so proud,/ About having to be scrounging your next meal…” Gritaba yo como un demente dando saltos sobre un solo pie mientras tú (al igual que como escribes que te sorprendió el terremoto ese jueves de septiembre) cubrías tu cuerpo con mi camisa manchada de vino que apestaba a cigarro más que los ceniceros de nuestra antigua cantina, la misma que, según nos habían informado, Luis no abandonaba desde hacía dos días.

Yo no estaba borracho, estaba al borde de un coma etílico, mientras tus ojos verdes, abiertos como las cortinas del cuarto de hotel que permitían que el sol nos escupiera en la cara, me miraban absortos dar de tumbos por las paredes y las puertas de la habitación.

No recuerdo si estabas diciendo algo, puede ser que te hayas quedado callada o que me insultaras entre dientes; lo que sí recuerdo es que cuando mi cabeza detuvo el vaivén de mi cuerpo contra el espejo del baño, lanzaste un grito de terror que hizo más escándalo que los cristales haciéndose pedazos contra el mosaico del piso.

Al Santiago de los bares, cómplice del robo de docenas de botellas whiskey, admirador de tus minifaldas y enemigo de las corbatas rojas, no se lo tragó la tierra, se lo comió el espejo de un hotel horrendo, un domingo anónimo a las 11:45 de la mañana.

Camino al hospital no llevabas minifalda, traías pantalones azules y aún usabas mi camisa que ahora estaba cubierta de sangre y ya no tenía compostura alguna, como yo, como nosotros…

Tal vez algún día te cuente sobre ese sueño que todavía me hace despertar de un brinco en las noches y me obliga a llevarme una mano a la cabeza donde permanece la cicatriz de las ocho puntadas que tuvieron que darme en el cráneo. Hoy no, no estamos para hablar de  sueños, nunca lo estuvimos.


No quedó nada, Emilia, no quedó nada. Cuando abrí los ojos en el sanatorio al día siguiente, estaba solo. Al llegar por fin a mi casa encontré debajo de la puerta una carta tuya, una que llevo conmigo desde hace muchos años en la bolsa del saco, creo que ahora está tan gastada que es ilegible, no tiene remedio, igual que esa camisa que te quedaba perfecta.

Tú recuerdas bien esa carta, en ella me decías que estabas con Luis, que algo malo pasaba, que era urgente que yo fuera, que era, y esto lo cito de memoria: “un pedazo de imbécil por haber estampado la cabeza en el espejo más pequeño del mundo habiendo tanta pared a los lados”.


Ese lunes no fui a ver a Luis (con quien no volví a encontrarme jamás) tampoco estuve contigo, ese día hice mi maleta, rompí dos de las hojas enormes donde descansaba uno de tus poemas adolescentes, guardé tu carta y me largué; “How does it feel?”

Lo que encontré después, lo que nunca me explicó Bob Dylan, es que (al menos para mí), no había nada del otro lado del espejo, ni juegos de ajedrez caóticos como los que miró Alicia, ni el minotauro de mí mismo al que yo quería cortarle la cabeza. Cuando te dejé, no hubo nada más que el desierto de la vida sin tus manos. Entonces regresé, derrotado, con la cola entre las patas, vencido por la evidencia de saber que no puedo ser más de lo que soy. Tienes razón, mi intento de fuga fue, como tú dices “de un estrépito lamentable pero de poca consistencia”, así que cuando volví sobre mis huellas, las tuyas ya no existían; tú habías cocinado tu revancha y la tenías lista para mí dentro del refrigerador. No es que tenga ganas de provocar venganzas, lo único que quiero es que termines de dejar caer la tuya de una vez por todas y nos olvidemos de tanta culpa y tanta tinta que llena de humedad los rincones de tu casa.

Si sólo me citaste ese jueves fúnebre para destrozarme la espalda sin duda por última vez, yo por mi parte puedo decirte que, aunque carezco casi de cualquier certeza, hay una que es irreductible y que quiero que te quede bien clara: la tierra puede moverse todo lo que se le pegue la gana, pero tú no vas a encontrar jamás otra espalda tan irrelevante como la mía que esté dispuesta a cargar con el tatuaje de tus uñas. Yo soy solo el maniquí de portafolio café y corbata roja, pero tú, Emilia, no volverás a crear un terremoto en una cama nunca, por eso, también te doy la razón cuando escribes enseñando los colmillos, que mi estupidez no te hace a ti más inteligente.

En cuatro horas voy a ponerme otra vez el saco, a guardar tu carta y a resignarme a que sea otro martes insípido, y no tus uñas, el que me haga sangrar la espalda, pero tú ¿cuánto tiempo vas a seguir fingiendo que eres feliz montando tu mejor actuación de esposa y “señora de la casa”? “How does it feel?”

Santiago.