4 de enero de 2008

El domingo fue día de mudanza. Mariela y su marido insistieron en convertirlo en un evento familiar y de nada me sirvió protestar. Los niños estuvieron revolviendo mis cosas toda la mañana y poniéndome los nervios de punta, tú no habrías aguantado ni cinco minutos. O quizá sí. Nunca me quedó claro si hablabas en serio cuándo decías que a Herodes debían santificarlo.

Por la tarde, Mariana se acercó a mí con una fotografía entre las manos. Y de pronto, ahí estabas tú, tú hace treinta años. Creí que, excepto por las cartas, las pruebas físicas habían perecido con la masacre post-psicoterapia existencial. Pero no: ahí estabas de nuevo. Con tu invariable Marlboro entre los dedos y tu cara de foto: la sonrisa un poco ladeada, la mirada perdida como si contigo no fuera la cosa. “¿Quién es éste, abuela?” (Le debo haber dicho un millón de veces que no me diga así, que me llamo Emilia, pero la inconsciencia de sus cuatro años insiste en recordarme, con el odioso apelativo, el paso del tiempo).

No fue tan difícil pronunciar tu nombre delante de esa nieta que pudo haber sido, también, tuya. Lo verdaderamente complicado fue reconocer a la chica de la foto, a ésa que era yo antes, la jovencita de sonrisa excesiva, botas muy altas y falda muy corta. Lo que dolió fue verme obligada a pensar en qué momento me convertí en esta otra. Y, ¿adivinas? También de eso tú eres un poquito responsable. Siempre decías que yo no encajaba en el papel de esposa y madre abnegada. Siempre pensabas en mí de noche, con unas copas encima. Siempre eran otras, más presentables y con un color de labios mucho más discreto, las que llevabas a casa de tu papá los domingos. Yo sólo existía para ti de madrugada, y en papel. Y me esforcé tanto en demostrarte que también yo podía usar medias y sentarme con las piernas juntitas, que también yo podía ser dulce y recatada, que terminé por serlo. Hice todo el numerito. La boda, la casa, los niños, ahora los nietos. “No eres tú”, me escribías -colmando cada letra de sarcasmo- cada vez que yo trataba de provocar tus celos con mis relatos de vida doméstica. Pero sí era yo, casi yo. Casi, porque en mi estúpido intento por convencerte de que te casaras conmigo, terminé casándome con otro.

¿Viste? Sí podía, sí pude. Y no lo hice tan mal. Pero no me había dado cuenta, hasta el domingo pasado, de que en el fondo habría sido interesante que Mariana tuviera tus ojos cafés y tu sonrisa ladeada, y en lugar de preguntar quién eres, preguntara por qué el abuelo se empeña en mirar para otro lado en los retratos. Y entonces yo sería ésta y también la chica de la foto. Por tu culpa, o tal vez gracias a ti (¿cómo saberlo?), siempre voy a ser dos distintas: yo, y la que pude haber sido contigo...más allá de las palabras.
Quiero terminar esta carta preguntándote cuántos Santiagos eres tú hoy, pero no voy a hacerlo. Sería demasiado fácil y estoy demasiado próxima a la sesentena como para volverte a permitir que me acuses de intensa. Mejor te mando la fotografía. ¿Te acuerdas? La tomó Javier afuera de la facultad. Nunca entenderé cómo podías ir por la vida con esas barbas.

Emilia.



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