5 de enero de 1970

Me cuesta trabajo escribirte sin que las letras se me doblen, sin que las palabras me queden muy grandes o demasiado pequeñas. No quiero hablarte de amor, cuando leo ese verbo siento como si estuviera metiendo la mano en un estanque lleno de pirañas, pero tampoco quiero usar cuasi sinónimos idiotas como “cariño”. Uno le tiene cariño a su reloj o a sus tortugas y Dios está de testigo que nunca hice con mis mascotas lo que hago contigo (será una de las pocas cosas de las que no podrán acusarme).

Y no es que me dé miedo lanzarme de cabeza al lugar común, después de todo los únicos destinatarios de estas letras son tus ojos y al leer lo que te escribo, la única risa burlona que estrella el silencio del cuarto es la tuya y me gusta tanto tu risa, que ni siquiera me importa que la lances a volar para mofarte de las vueltas que le estoy dando a las palabras para no decirte la única que importa y que tengo atragantada en la tráquea.

Ya no puedo escribir de corrido, ahora me detengo cada dos segundos y me quedo pensando en tus gestos, en la cara que vas a poner cuando yo te escriba esto o lo otro; anticiparte no es tan difícil como tú piensas, por lo menos no para mí. Sé cuándo te vas a llevar la mano derecha a los labios para que no se te escape una carcajada, sé cómo y por qué vas a doblar la hoja de papel entre tus manos como si tapando la tinta dejara de herirte o de hacerte sonrojar.

El verdadero problema es que no quiero tenerte a la mano, no quiero ser tu abrazo fácil, tu palabra cotidiana, tu café doble cargado de rutina a las siete de la mañana. Yo quiero ser el otro, el que no te deja dormir, el que ya se ha marchado cuando abres los ojos a la hora de la resaca y los reproches, el que no fue invitado a la primera comunión de tus sobrinos, el que te desnuda a gritos y no paso a paso como si repitiera, por milésima vez, la rutina aprendida de un acto de circo.

No quiero que tu risa de estruendo se vuelva tan monótona que termine convirtiéndose en una súplica inaudible, no quiero escucharte llorar despacio, sin hacer ruido, sin esperanza. No quiero, no quiero quererte de ese modo, me queda grande el traje de hombre responsable y a ti te queda chica la falda de mujer recatada y formal.

Inventemos una palabra para no querernos como todo el mundo: te propongo algo así como… “Rúcula”. Sí, ya sé que la palabra ya existe y significa otra cosa, pero nosotros no hablamos de lechuga sino de la antítesis de la palabra amor.

¿Te gusta? No, claro que no, quítate la mano de los labios, ya sé que estás a punto de reírte como hiena. Por lo menos yo hago el intento. ¿Tú que propones?

Santiago.

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