Julio 12 de 1980

El local era espantoso, no sólo el café estaba siempre quemado y frío, el lugar en sí mismo resultaba deprimente. Los manteles tenían manchas que bien podían llevar ahí un par de siglos, las cortinas anaranjadas eran patéticas y no sólo no cumplían con su propósito de dejar afuera al sol, sino que lo reflejaban de tal manera que todo el sitio parecía un foco pelón de 100 watts. Pero ahí estabas tú, siempre, tomando ese café de mierda y escribiendo incansable en un cuaderno enorme que ocupaba tres cuartas partes de la mesa.

La primera vez que te vi yo venía saliendo de la cantina de enfrente ¿te acuerdas? la que quedaba apenas a unas cuadras de la Facultad, y me temo que pasé más tiempo en ese lugar que escuchando las insufribles clases de derecho. Ahí me instalé en el Dominó y en los whiskeys dobles, ahí perdí hasta la camisa apostando con albañiles y viejitos que siempre cerraban el juego cuando yo traía guardada la mula de seises, pero lo que más practiqué en ese antro de basurero, fue la rutinaria manía de pegar la nariz a una pequeña ventana y verte escribir como una autómata mientras encendías un cigarro con la colilla del anterior.

Muy de vez en cuando levantabas la mirada y tus ojos de vitral se estampaban contra los míos que habían estado buscando tus pupilas toda la tarde, el encuentro no duraba más de cinco segundos pero era suficiente para que yo pasara en falso o hiciera que Luis tirara su ficha firme por no tapar a tiempo la del contrario.

Nunca tuve el valor de cruzar la calle para hablarte, para invitarte un trago, para preguntarte qué tanto escribías en esas libretas enormes y por qué escogías siempre la misma mesa del café más corriente que he visto en mi vida. No sé si Luis también te veía, no sé si la desesperación de tanto perder en el Dominó o la simple casualidad de una borrachera hicieron que fuera él quien sí tuviera el valor de hablarte, sólo sé que la primera vez que te sentaste en nuestra mesa supe que por tu culpa haría cosas terribles, perdería la lealtad, te seguiría como un perro faldero hasta el final, cualquiera que sea ese final que nos está cocinando la vida.

Hoy tiene ya años que no juego Dominó, que no pierdo mi dinero con borrachos tahúres sino contigo en hoteles tristes y tomando este café nauseabundo donde ahora soy yo el que escribe como un enajenado mientras tú, por tercera vez consecutiva, no apareces. Eres mejor escapista que Houdini y yo no me he decidido a salir corriendo porque estoy seguro de que mis pasos me llevarían, monótonos e involuntarios, hasta el timbre de tu puerta.

–¿No ha venido Emilia?­– Le pregunto al mesero que me repite la respuesta de siempre con una sonrisa que no logro descifrar si refleja hartazgo o lástima.
–No joven, pero si viene yo le digo que la estuvo usted esperando–

Ya lo sé, ya lo sé, sé que lo que te hice no tiene perdón, por más que yo te lo haya pedido y tú hayas hecho como que lo otorgabas, por más que yo te haya dicho que volviéramos a empezar y tú hayas sacudido la cabeza afirmando mientras tus labios cerrados mustiaban que ya no más. Pero por lo menos asómate para dar la cara, dime que te deje en paz mirándome a los ojos y trata de ser convincente.

¿No estarás pensando en desaparecer sin tener la cortesía de mandarme al carajo verdad?

Santiago.

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