Anoche soñé que me moría. (Casi te estoy escuchando preguntar, con esa sonrisa burlona, si no me canso de ser tan intensa, hasta en sueños. Y no, todavía no me canso.) Parecido al día aquél que te soñé a ti delante de un pelotón de fusilamiento, ¿te acuerdas? Aún trato de decidir si merecías que diera a mis soldados la orden de disparar.
También esta vez estabas tú en el sueño. Por eso voy a ignorar que hayas tenido el mal gusto de no responder mis últimas cartas y, con el siempre socorrido pretexto de un relato onírico, escribo. Onírico y erótico, como a ti te gustan. Eso sí: los detalles escabrosos me los quedo, si te interesan lo suficiente siempre sabrás dónde encontrarlos, aunque sospecho (por tu silencio) que andas perdido en detalles (y catres) equivocados.
Vuelvo entonces a la descripción de mi sueño, tan poco detallado por culpa tuya. Lo que quiero decirte en realidad es que nunca había entendido así la muerte. Corrijo: (no entiendo un carajo) nunca había imaginado así la muerte. Tú y yo como antes, como alguna vez o como nunca, ya no sé. La infinita euforia de tenerte cerca. Y al final, un alma en pena curiosa, que había presenciado mi erótica agonía, me preguntaba: “¿Vale la pena? ¿Morir así?” Y sí, valía la pena. Morir contigo, nunca, no soy tan cursi. Porque tú, en el sueño, te habías ido ya, más vivo que nunca. Lo que valía la pena, la catarsis perfecta, era saber que me habías matado.
Pero, sobre todo, despertar y darme cuenta de que, a pesar de tus múltiples e imaginativos intentos, todavía no lo consigues. Escribe de una vez.
Emilia.
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